Hola, mis queridos chichipíos. Qué tal! Les escribo, porque he estado reflexionando acerca de este arte tan esquivo y dadivoso, a la vez. Me he detenido a pensar: qué pasaría si cada uno mirara, escrudiñara en los espacios vacíos, entre las palabras? Qué podría encontrarse allí? Si muchas personas miraran el mismo espacio, verían quizá, cosas diferentes? Y si uno mirara muchas veces, el mismo espacio, qué pasaría? Veríamos diferentes cosas? Cada instante que transcurre, vamos cambiando, y por lo tanto, cada vez, que miramos, vemos las cosas de diferentes maneras. Con la primera escrudiñada, tendríamos un metatexto, y si seguimos mirando, cantidades ingentes de metatextos. Y si a éstos, les agregamos todas las construcciones de sentido de tantísimas personas, leyendo el mismo texto. Nos encontramos, que el sentido original que el autor quiso darle a aquello que escribió, se multplicó por miles.
La ubicación de las palabras, cambia ligeramente el sentido del texto. Si escribimos lo mismo, pero alterando el orden de las palabras, ya no estamos diciendo lo mismo. Estas sutiles variaciones, estas miradas diferentes, realizan la magia de la lectura. Y entonces, descubrimos, que lo más importante para un texto, son los lectores. Lectores ávidos de palabras, haraganas, hastiados de palabras, ansiosos por encontrar nuevos significados, por resignificar aquello que leen.
Escribir, es el acto más humano que podamos hacer, es dar la palabra al otro, permitir que la tome, la transforme, la resignifique, le cambie el sentido, le genere otros. Y así, se la da a otro y en este ciclo infirnito, nosotros mismos nos resignificamos, nos subjetivamos, a través de la palabra. Puede llegar a faltar dinero, comida, pero que no puede faltar la palabra, ni este acto de darla.
Vermut con papas fritas y good show.