HOLA, QUERIDOS CHICHIPÍOS. QUÉ TAL! HOY LES PRESENTO UN NUEVO CUENTO, O NO, TANTO. AQUI LES VA:
MI MAMÁ VIEJA
Cuando yo era chica, más o menos unos siete años, comencé a notar diferencias entre mis padres y yo. Por ejemplo, yo era rubia, y ellos no. Ambos dos, tenían el pelo castaño. Al seguir creciendo, noté más desigualdades, tales como, que yo tenía la naríz respingada y ellos no. Mi papá tenía una nariz, que parecía una pera y siempre me hacía reír con él, como si eso fuera un chiste. Mi mamá, en cambio, tenía la nariz recta. Sus ojos eran marrones y los míos, color miel. Yo tenía la piel muy blanca y ellos, no.
Además, cuando iba a la escuela, notaba, que los papás de los demás compañeros, eran jóvenes, entre veinte y cuarenta años, pero mis padres, ya se acercaban a los sesenta y pico. Más bien, parecían mis abuelos.
Todas estas diferencias me hacían dudar de que ellos fueran mis padres. Estaba convencida, que era adoptada. Y esta situación, dado que nunca habían mencionado nada, me hacía reflexionar. Por qué no me habían dicho la verdad? Quiénes eran mis padres, en realidad? Estarían vivos? Cuántas preguntas potenciales invadían mi mente!
Cómo llegar a la respuesta verdadera. Yo, no quería herir a mis padres, pero también quería saber la verdad. Cómo preguntarles, sin lastimarlos? No quería que sufrieran, sólo que me dijeran la verdad.
Después, pero ya muy tarde, comprendí que, a veces, la verdad duele mucho. Y el sabor amargo que nos deja, nos acompaña toda la vida.
Un buen día, en que mi mamá me había notado, más taciturna, que de costumbre, se animó a preguntarme, qué me pasaba. Casi inmediatamente, comencé a llorar. Mi mamá me abrazó y acarició el pelo. Y con mucha dulzura, volvió a preguntarme. Entonces, me decidí y le dije:
- Mamá, no quiero que sufras. Pero, deberás saber, que creo que soy adoptada
- No, querida, que estás diciendo. Esas son pamplinas – dijo, con sus ojos muy luminosos, por algunas lágrimas atrevidas
- Si, yo creo eso. Me gustaría que me contaras mi historia. Realmente quiero saberla. Para ese entonces, yo tenía doce años y me consideraba una chica grande.
Tenía dos hermanos varones, uno seis años más grande que yo, y, el otro, diez años mayor. Carlos y Juan eran sus nombres.
- Bueno, si querés saber tu historia, lo vamos a hacer en frente de toda la familia- respondió mi madre, de mala gana. Me pareció que era muy penoso para ella.
Al domingo siguiente, toda la familia, reunida a la mesa. Comenzamos a hablar. Primero mi madre, que dijo a todos:
- Karina es adoptada
Una expresión de espanto de Carlos y Juan, quienes, preguntaron, al unísono:
- Nosotros, también somos adoptados?
- No, claro que no – dijo mi madre, con una voz aletargada.
- Quién fue o es mi mamá biológica – interrogué, con mal tono
- Tu madre, murió, querida. Yo, era una colaboradora voluntaria en el hospital Rivadavia, cuando tú naciste. Tu madre murió en el parto. Fui a visitarte, a la sala de neonatología y me enamoré de ti. En ese mismo instante, decidí adoptarte.
- Bien – respondí bastante gravemente – Así y todo, voy a ir al Banco Nacional de Datos Genéticos, para ver si mi madre no es una desaparecida.
Esta iniciativa mía, le dolió profundamente. Sin embargo, continué, tal como lo había dicho y descubrí, para mi profundo placer, que mi madre biológica no era una desaparecida. Eso, creo, que aumentó, si eso fuera posible, mi amor por mi madre y mi familia.
Nunca más volvimos a hablar del asunto. Pero, me di cuenta que mi madre había quedado profundamente conmovida, por no haberme dicho la verdad y por suponer, yo, que ella había cometido un delito de lesa humanidad. Esto también me afectó a mí.
Con los años, ambas hemos logrado, con mucho esfuerzo superarlo. Y, ahora, disfruto, viendo a mi madre jugar con sus nietos, es decir, mis hijos.
También, me di cuenta, que no hace falta ser hijo biológico, para ser querido como hijo propio, nacido del vientre materno. Y eso, me puso contenta, satisfecha conmigo misma.
